relatos con arte

Lo que sigue es un intento de utilizar la ficción para motivar el aprendizaje de la Historia de Arte. Lo que sigue son pequeños relatos apócrifos, reflexiones, descripciones, cartas o poemas. Textos inventados siempre, pero inspirados en la historia, para mostrar los sentidos de las obras o adaptarlos a nosotros. En ellos se hace hablar al autor, a un personaje, a un crítico, a un mecenas, a un profesor o a un espectador que nos cuentan sus razones, su manera de ver, su sentimiento o su reflexión ante la imagen plástica. Se intenta llevar a los ojos a un nivel correcto de enfoque (que no pretende ser único o excluyente de otros, pero que sí se pretende interesante) y animar a la lectura de lo que se ve, o lo que es lo mismo, educar la mirada y disfrutar del conocimiento, concediendo al contenido, al fondo de las obras, un papel relevante que en nuestras clases, necesariamente formalistas, se suele marginar.

Adoración de los reyes

                        Adoración de los reyes. Maíno. Óleo sobre lienzo. 315 /174 cm. 1612-14. Mº del Prado. Madrid
Ocurrió que dos reyes blancos se encontraron en un cruce con otro de raza negra y con plumas de colores en la cabeza. Los tres eran ricos y poderosos, a pesar de que ninguno gobernaba ya en su reino:
- ¿Cómo os llamáís?
- Este es Melchor. Por sus vestidos de seda veréis que es veneciano. Yo me llamo Gaspar y mi turbante indica que procedo de Turquía.
-¿A dónde váis?
- Seguimos el camino del cometa. 
Gaspar señaló un punto en el cielo para enseñar al rey negro la luz de una estrella muy grande. Éste miró hacia el lugar y preguntó ingenuamente.
-¿Puedo juntarme a vosotros?
-Pues claro. Sé bienvenido.
Fue así como los tres reyes unieron sus voluntades y su séquito de pajes, de caballos, de mulos y de camellos, para seguir el camino del cometa.
Un día llegaron a un lugar al que la luz iluminaba desde arriba. Era una cueva profunda en cuyo interior una mujer y un hombre mostraban a un bebé. Aunque en el entorno se comentaba que allí acababa de producirse un milagroso parto, no quedaba ningún signo de ello, pues el niño ya tenía varios meses y ya era capaz de elevar uno de sus bracitos para dibujar en el aire el signo de la cruz. La mujer era una madre joven tierna y delicada. Ella estaba ensimismada en la contemplación de su hijo, por eso el rey negro prefirió dirigirse por señas a quien parecía ser el padre y le preguntó por el lucero del cielo. El padre de la criatura le contestó sin palabras, señalando con el dedo a su bebé.
Melchor y Gaspar entendieron que ese niño era el objeto final de toda su aventura y dejaron como regalo unos objetos de oro, cargados de incienso y mirra. Al rey negro, sin embargo, le pareció mejor ofrecer una simple caracola de nácar que hacía juego con la luz y el misterio de aquel sitio.
Un hombre, vestido a la usanza de la moda de finales del siglo XVI, señala al bebé que bendice,-dicen que era el retrato de un pintor dominico, llamado Maíno, que había visitado en Roma la excavación de las ruinas del palacio de Nerón que dio nombre a la decoración de grutesco (de gruta)-. Mientras tanto, un muchacho de la misma oscura raza del rey negro, parecía ocuparse más de la forma colgante de una enredadera.   
-¡Qué extraña cueva!, ¿verdad? - dijo una voz en la penumbra - ¿No os extraña que este suelo sea tan llano, que aparezca bajo tierra un gran arco de dovelas trabajadas por canteros? ¿No habéis visto la materia del asiento y del escabel de la joven madre? ¿Os fijasteis en la luz que se adelanta a aquel puente? ¿Mirasteis bien ese cono que se abre como un foco de teatro sobre nuestras cabezas? ¿No os parece que las nubes dibujaban en el cielo el rostro dorado de Dios? Yo creía que la estrella de ocho puntas, esa rosa de los vientos que guiaba nuestros pasos, nos llevaba hacia Belén... ¿Qué razones misteriosas nos trajeron hasta Roma?
http://www.youtube.com/watch?v=V_1-jR9CXp8

El ojo de Gruber

Pintar un ojo para que sea mirado es invertir los términos de la visión, es hacer que el cazador sea cazado por su víctima. Los ojos sirven para mirar, para percibir a los otros, no para ser vistos. Los ojos son instrumentos de nuestra mente para recibir información de lo que pasa, para vivir con los otros. Los ojos nos permiten ver y distinguir las cosas. Sin embargo, esa acción suya de ver las formas, las texturas y los colores es tan maravillosa, tan compleja y tan imprescindible que casi siempre nos fascina. Y por eso los miramos y muchas veces los personalizamos, los separamos del individuo que los lleva en su rostro, distinguimos lo que hacen de lo que dicen y expresan, y les preguntamos si es verdad lo que oyen nuestros oídos o lo que pensamos de pronto. Y los miramos de frente y vemos aflorar en ellos la tristeza de las lágrimas o el brillo de una sonrisa, y a veces nos damos cuenta de que son tan jóvenes y hermosos que no podemos vivir sin ellos, sin tenerlos a nuestro lado.
Eduardo Gruber recortó el ojo que lo fascinaba de una revista en color y guardó esa sensación misteriosa en una carpeta. Pasado el tiempo, un buen día se encontró de nuevo con esa imagen y la pegó en un lienzo pintado de un color crudo de hueso. Este es el collage del lienzo que ahora estáis viendo. Pero ¿sabéis qué fue lo que pasó en aquel momento? Pues pasó que el lienzo infundió vida al ojo, lo mismo que hizo el mago de Altamira con los bisontes que pintaba, de manera que el ojo pasó de representar una mirada a ser de hecho una mirada, una mirada persistente como un rayo que no cesa. En arte todo lo que aparece es significativo, de manera que un ojo pegado en un lienzo significa en nuestras mentes. Significa que esta imagen también mira, que si la imagen que el artista crea, se hace con ojos, esos ojos nos vigilan, nos contemplan, representan a nuestros ojos. Estos ojos pintados o pegados, lo mismo que los fotográficos o que los ojos del cine, nos miran para contarnos algo. Los ojos nos miran y piensan. Nos piensan con nuestras mentes. Los ojos pintados son como los espejos que se ven en el fondo de las Meninas o en el fondo del Matrimonio de Arnolfini, son ventanas hacia el fondo de nosotros. Los ojos de los cuadros nos comprenden, aprueban nuestro comportamiento o rechazan lo que hacemos, lo que somos, lo que pintamos, lo que queremos...
Aquí, nos mira un ojo precioso. Es un ojo femenino. Es un recorte de un ojo de una revista, el ojo de una modelo que nos habla, que resume nuestra imagen en los ojos de los otros. Es un ojo sublimado por el arte. Es un ojo reflexivo, como el ojo de  Dios omnisciente. Es un ojo que comprende y que sigue a nuestro lado sin pasar por la vicaría y sin dejar de mirarnos... Más abajo, a la altura de la boca, una boca, escrita con tinta china, dice boca. La boca es el órgano de la lengua, el ojo es el órgano de la visión... Por lo tanto, en el lienzo, se enfrentan los dos lenguajes, porque leemos y miramos, aunque siempre o casi siempre nuestros ojos prefieren mirar a leer. Y al mirar le preguntamos al ojo que todo lo sabe ¿por qué miras? ¿A quién miras? ¿Miras a Eduardo Gruber, que es tu autor, tu creador? ¿Lo sigues mirando ahora o miras a quien se pone delante? ¿Qué es mirar una mirada? ¿Acaso se puede mirar en los ojos de los otros? ¿Qué sentido tiene mirar a quien te mira? ¿No es extraño que haya ojos que, en vez de ser cultivados para mirar, se trabajen día y noche, se pinten y se retoquen para que sean mirados? ¿Qué es un ojo y una boca escrita en un lienzo sin rostro? Si el arte es representación y representar significa sustituir a algo o a alguien, ¿qué significa representar a la propia representación? ¿Para qué lo metartístico? O dicho de otra manera más general y abstracta: ¿Para qué representar? ¿Para qué sirve el arte? ¿Para decir la verdad? ¿Qué dice un ojo pegado a un lienzo con color hueso y una boca en tinta negra?

Los lienzos de las postrimerías

In ictu oculi: Valdés Leal. 1672. Óleo lienzo. Hospital de la Caridad. Sevilla. 
En el barroco, la conquista de la realidad está unida al reconocimiento de la contigüidad de la muerte. La muerte o bien adopta un papel de compañera positiva -pues como dijo Quevedo: “Conviene vivir considerando que se ha de morir; la muerte siempre es buena...”- o bien se hace vengadora de la injusticia, al establecer la igualdad de trato entre desiguales, en el sentido del pensamiento que el poeta Horacio ya apuntaba muchos siglos antes: “La pálida muerte lo mismo llama a las cabañas de los humildes que a las torres de los reyes”. 
Todo esto lo sabía Miguel de Mañara, el noble sevillano, el benefactor de los pobres que había escrito “El discurso de la Verdad” y fundado el Hospital de la Caridad, años después que la peste de 1649 hubiese eliminado a la mitad de los 120.000 habitantes de la villa. Es él el que establece el programa iconográfico de la hermosa iglesia sevillana y el que pide a Valdés Leal los dos “lienzos de las postrimerías”, justo a la entrada de la iglesia, equidistando de la tumba en donde él se hace enterrar. Es él, por lo tanto, el verdadero artífice intelectual de esta visión barroca, por realista, por efectista y por amarga de la muerte. 
Uno de los primeros en ver estos dos lienzos fue Murillo, autor de los cuadros que continuaban en la nave el programa iconográfico de Mañara. Su opinión es significativa: -Compadre- dijo-, para ver esto hace falta taparse las narices.
Y es verdad... En el de la derecha, “in ictu oculi” o lo que es lo mismo: “En un abrir y cerrar de ojos” aparece la muerte. La dama de la guadaña es un esqueleto que apaga la vela, la luz de la vida, y trae bajo su brazo el tétrico ataud. Bajo sus pies, la esfera terrestre denuncia su soberanía sobre el mundo. Al otro lado, sobre el mármol de una tumba se acumulan finos vestidos de seda y los más diversos símbolos del poder: El collar con el toisón de oro y la corona del rey, la tiara y la cruz papal, el báculo del obispo, la espada del noble, los libros del saber, en especial de arquitectura... 
Finis gloriae mundi. Valdés Leal.  1672 . Óleo lienzo. Hospital de la Caridad. Sevilla.
Enfrente, un magno y profundo pudridero, llamado “Finis gloriae mundi”, en el que parece caer del cielo una romana, es decir, una balanza, el símbolo de la justicia, sostenida por una mano delicada que muestra los estigmas de una crucifixión. Esa mano está pesando el alma de un muerto. Sobre cada uno de sus platillos, todavía en equilibrio, aparecen los símbolos del demonio (el mal, los siete pecados capitales) y de Cristo (el bien, representado por el corazón de Jesús, la revelación escrita en el libro, el pan de la eucaristía, la oración (el rosario), la penitencia (el cilicio), etc. Bajo ellas se escribe un sucinto: “Ni más, ni menos”. A la izquierda, la sabia lechuza contempla el inestable equilibrio antes de que se rompa. Delante, en el primer plano, dos muertos yaciendo en su ataud. A la izquierda un obispo infectado de gusanos y cucarachas, a la derecha un caballero con la cruz de Calatrava en escorzo, que resulta ser un retrato de Mañara. En la penumbra del fondo: Calaveras, huesos, muerte... 
Miro al cuadro, y lo divido en dos partes por un ecuador horizontal. Arriba, el Juicio final, el peso de las almas de los muertos, es fe, una creencia de origen egipcio, greco-latina, cristiana, asociada a un saber antiguo, inmemorial... Abajo, la muerte, interpretada como un fenómeno común a todos los hombres y a todos los seres de la tierra. La muerte, en forma de esqueleto, de gusano o cucaracha, es nuestra única certidumbre, la verdad más dolorosa de este bien excepcional que es la existencia.

El síndrome de Jonás

El museo Guguenheim, que en Venecia y Nueva York habían acumulado la más prestigiosa colección de arte del siglo XX, se aprestaba en los años noventa a aprovechar la  reconversión industrial de Bilbao, en el Páis Vasco español del P.N.V., para intentar aumentar su influencia en la vieja Europa. La oportunidad se la brinda el gobierno vasco, que paga las obras de un nuevo museo y que deja su gestión en manos de la entidad artística. Todos los promotores saben que los caminos del arte contemporáneo se mueven entre las grandes instalaciones y los enormes formatos de los últimos Pop o de los nuevos expresionistas y piensan en un espacio mucho más grande que el de esa espiral de Nueva York que diseña el padre Wright, en algo mucho más alto, más ancho, más móvil, más orgánico... Se lo encargan a  Frank Gehry, que lo edifica en Bilbao en 1997, y  lo convierte, casi desde el primer momento, en su símbolo más universal. En efecto, el museo es un notable hito de la arquitectura deconstructiva cuyo estilo se opone a las líneas rectas del funcionalismo de Gropius y de Le Corbusier y representa una suerte de fusión entre el organicismo surrealista y el pop art americano. Su visita es una experiencia larga y envolvente, con muchas salas altas e irregulares, distribuidas en pisos distintos, y con miles de líneas curvas que parecen confluir en ese centro altísimo, señalado por la posición de los ascensores y las puertas que da forma de flor a su planta, y que es una experiencia arquitectónica tan fuerte que suele ser más intensa que la experiencia artística que producen sus tesoros pintados, filmados, esculpidos o instalados. Pocos hablan de que su emplazamiento en la orilla derecha, la orilla burguesa de Bilbao, justo al lado de la ría del Nervión, en una zona degradada por su uso industrial, es contiguo al espacio del precioso ensanche burgués de la ciudad, de manera que su construcción sirvió para producir importantes plusvalías en las operaciones de urbanismo consecuentes a los cambios de valoración del suelo de la zona.
Para algunos la fachada del museo Guggenheim es una inmensa escultura forrada de escamas de titanio, cuyo brillo metálico, que ha sido tan caro de producir, instalar y mantener, alude a su forma de gran pez. Para otros el titanio es la lógica consecuencia de la idea de que aquello pareciese la barriga de un gran barco abandonado en la ría del Nervión. Pensando en estas ideas que sirvieron tal vez de inspiración a Frank Ghery, me animo a dejar que mi mente juegue al juego de los símbolos... ¿Pez? ¿Barco? ¿Un pez grande? ¿Una ballena que devuelve a Jonás a su país en el momento en el que navegaba hacia Tharsis, la antigua Tartesos, la vieja España tan querida o tan odiada? ¿Un barco que recorre el mundo con vascos, como  Elcano, y portugueses como Magallanes, para mayor gloria de España o de espaldas a ella?   
Los marinos como Elcano, Nelson, Colón o como el trágico capitán Akad recorren el mundo a la busca de sus propios límites. Su objetivo suele ser el saber algo más sobre sí mismos o probar su valentía y de paso resolver profundos enigmas. Las obras de arte, del mismo modo, propician un viaje hacia el centro de uno mismo y descubren casi tanto como Colón en el mar Caribe. Las olas de este museo, sus techos blancos curvos y oscilantes nos podrían hacen enloquecer, jugando a lo que jugaban las sirenas, nos pueden bañar de verdad o pueden iluminarnos con la luz de la revelación. En medio de todas estas olas, las obras de arte no son sino peces o corales, algas de un mundo líquido, hermosos caballos de mar del reino de Poseidón. 
Por este mundo gris, lleno de vida, discurrió Jonás un tiempo. Expulsado del barco y encerrado en el vientre de la ballena, el profeta no era consciente de que la arquitectura del espacio en donde se encontraba era un pez que le trasladaba a su propio país, porque estaba obedeciendo la orden inexcusable del Dios que lo sabe todo. A mí me sucede en el museo algo parecido. El museo me invita a un movimiento inconsciente, a un paseo irreflexivo por las salas. A veces, como sucede tras las  pasar por delante de esas planchas de acero corten de Richard Serra, la borrachera es un síntoma que recuerda al extraño mareo del síndrome de Stendhal. Entonces uno siente que el museo se mueve y que eso es tal vez un efecto pretendido por la mente creadora del arquitecto, porque las grandes obras de la enorme sala han sido concebidas para el museo y forman parte de él con tanta fuerza que son como vísceras completas de un organismo total, mientras que los cuadros pequeños no son más que organismos extraños, pequeño plancton filtrado por las informes barbas, peces descontextualizados, pecios sin contenido como el propio Jonás o como nosotros mismos, que se cambian cada día o cada año.
Con estas reflexiones caigo en la cuenta de que en el tiempo sólo existe en cada cual una única experiencia y que el ámbito del museo impone una experiencia tan potente que minimiza la importancia de sus obras, que subordina sus tesoros a la innegable fuerza de su arquitectura. Esa fuerza nos ilumina, nos rodea, nos protege y nos sigue allí a donde vamos, porque está allí, con nosotros. Pasamos todo el día bajo sus altos techos, nos ponemos la pulsera para entrar y salir y volvemos a entrar en su vientre. Vivimos entre sus muros un viaje inolvidable, realizamos un paseo en el que nuestra cándida mirada se renueva y es posible contemplar lo más profundo de uno mismo. Somos seres que volvemos con esfuerzo a los orígenes, somos seres con los ojos asustados de los peces, somos seres empujados por el tiempo y perdidos en esta masa informe que es el mundo, lo mismo que aquel torpe profeta que se empeñaba en traicionar a su destino. 
Como Jonás en el vientre de la ballena, uno piensa que conviene dejarse llevar y sentir qué es lo que pasa. Eso hasta que llega la hora y el cetáceo nos deja en la costa, enfrentados con la tierra prometida.

Vírgenes rompecorazones

Asunción: Óleo lienzo. Tizziano. Santa Mª dei Frari: Venecia
Inmaculada Agustinas de Monterrey: Ribera. Salamanca
El dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen fue el origen de una vieja disputa teológica entre el sector que pensó que el pecado de Eva nos cayó por nacimiento a todos los hombres y los que pensaron que con la Virgen se había hecho una excepción.
La Iglesia no aceptó el pensamiento de estos últimos hasta 1854, mucho tiempo después de que San Agustín y Santo Tomás hubiesen volcado su influencia en contra. Partidarios de un especial culto a la Virgen, los franciscanos presionaron para que el dogma se fuera colando entre nuestras creencias con representaciones plásticas sutiles como la del "Abrazo ante la puerta dorada", que se puede ver por ejemplo en el fresco de Giotto (trecento, siglo XIV) de la Capilla Scrovegni de Padua, en donde San Joaquín y Santa Ana, los abuelos de Cristo, se encontraban ante las Puertas de Jerusalén y se daban un beso limpio y formal con el que se sugería la concepción sin mancha de su hija. Así se intentaba dar a entender que la Virgen no había padecido el pecado original, que se relaciona, según la representación, con el acto carnal que lo precede.
En el Renacimiento una Virgen idealizada compite por su belleza con Venus -al menos en Boticelli o en Fra Filippo Lippi-, y asume su papel de intercesora en los rompimientos de gloria manieristas de los venecianos, mientras el tema de la Asunción a los cielos en cuerpo y alma (ver la Asunción de Tiziano, arriba a la izquierda) manifiesta una creciente distinción entre la Virgen y el resto de los mortales.
Inmaculada de Soult: Óleo lienzo. Murillo. Mº del Prado
Inmaculada del Escorial: Murillo. óleo lienzo. Mº del Prado
Tras el concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, el paso siguiente en la Historia se produce en España, en donde la devoción mariana, compartida por reyes y santos, conduce a la promoción del tema de la  Inmaculada. En el barroco del siglo XVII, que se había inaugurado con el escándalo de la utilización por el Caravaggio del rostro de una anciana fallecida como modelo de una Virgen muerta (a pesar de que la Virgen no muere, sino que se duerme), se multiplicará el tema de la Inmaculada en el que se fusionan los símbolos de las letanías con las dos fuentes del dogma, que son el Cantar de los Cantares (en donde la Virgen es entendida como novia del Señor) y el Apocalipsis de San Juan (en el que ella desciende del cielo acompañada por el sol y la luna, aureolada su cabeza por diez estrellas y pisa a la serpiente o dragón, que representa al pecado). Además, la marca más importante del barroco, su realismo, hará el milagro de volver a transformar a la Virgen en una mujer verdadera. La Virgen viste ahora con túnica clara y manto azul de pureza. Va descalza. Su rostro es hermoso, su pelo oscuro y mantiene sus manos en posición de oración o las cruza sobre el pecho en gesto de aceptación. Le rodean la luz dorada del sol, la paloma blanca o el Dios padre (que expresan que su concepción inmaculada es responsabilidad divina) y cientos de ángeles que sostienen sus otros símbolos (como las blancas azucenas que aluden a su virginidad, el templo, las palmas, el espejo y la luna (que aparece bajo sus pies en forma de cuarto creciente para manifestar su triunfo sobre la noche y también para asociarla con la victoria hispano-veneciana contra los Turcos en 1580 en Lepanto).
Inmaculada. madera policª A. Cano
Virgen Oliva. Martínez Montañés 
Podéis ver aquí unas cuantos ejemplos del siglo XVII, como la Inmaculada de Ribera (de la iglesia del convento de las Agustinas de Monterrey de Salamanca) y las dos más conocidas del más famoso pintor del tema: Murillo. Además podéis contemplar dos esculturas barrocas en madera policromada. La de la izquierda sólo tiene 55 cm de alto (incluida la base de querubines) y se creó para ser colocada sobre un facistol. Es obra de Alonso Cano y se conserva en la sacristía de la Catedral de Granada. La de la derecha es obra de Martínez Montañés y está en un retablo del trascoro de la catedral de Sevilla.
Lo sensible de estas vírgenes contradice el sentido "antisexual" que en origen tuvo el dogma. La Virgen en el barroco es una imagen real con un rostro real. Es hermosa, dulce, recatada, joven, un pimpollo que sonríe y que es consciente de que sus ojos enamoran. Dios la creó virgen y bella y la mantuvo así hasta su Asunción a los cielos. En nada se parecen éstas a las vírgenes trono románicas. Ahora son mujeres adorables. Un prodigio de hermosura que es capaz de provocar el pecado del amor en las mentes masculinas que la observan. Para aminorar su inevitable atracción, los vestidos se despegan del cuerpo y muchas veces se interpreta a la Virgen como niña, lo que la impregna de ingenuidad y alimenta sentimientos de ternura, pero incluso en estos casos los varones envidiamos la presencia de esa maraña de angelitos rollizos que contemplan su belleza como enamorados Cupidos... ¡Qué bonitas son las Inmaculadas barrocas!
http://www.youtube.com/watch?v=T_ebNjt_BJI 

Cantos de yeso

Alcázar de Sevilla. Yesería polícroma. Siglo XV. Detalle.
Como estaba prohibido en las mezquitas la representación de figuras para no confundir las imágenes con las creencias, en el yeso, en la madera, en los mosaicos y en la mayor parte de los materiales de recubrimiento, los musulmanes hispanos escribieron inscripciones con versículos del Korán y con versos de inusitada belleza... Tan hermosas eran sus palabras que decoraban sus letras con formas florales como las de esos pétalos volantes que estáis viendo ahí y que parecen caer desde el cielo...
Me preguntan por sus poemas y mis ojos se debaten por los redondeados rasgos que recorren los muros de yeso de derecha a izquierda, y huelo el incienso que se concentra bajo las bóvedas de la ingente catedral de Sevilla, y escucho el rumor del río Guadalquivir, que es nombre árabe, y repito ojalá, ojalá, como si con este simple término, además de realizar una invocación al dios de Mahoma (oh Alá), expresase el deseo más profundo de mi vida... Ellos ya no están, salvo en los muros de yeso fino, ellos ya se han ido y yo no entiendo su voz... ¿Quienes fueron los poetas de aquel tiempo? Me imagino sus perfiles alargados bajo las túnicas, y su canto confundido con el grito del muecín; me los imagino enterrados en su tierra, que es la nuestra, y pienso que ellos son más de aquí que ninguno de nosotros, aunque no entendamos su voz, aunque nos hablen de otro mundo... Y me conmueven esos trazos, situados bajo un lienzo de ataurique y entre dos delicadas franjas de lacería que dibujan un somero encaje, porque, a pesar de que sus autores nos dieron hace siglos sus genes y su soberbia cultura, los miramos ahora como si no fueran de los nuestros, como si fueran gentes de otro mundo y enemigos irreconciliables... Qué tristeza me producen los poetas andaluces y sus olvidadas páginas de yeso...